Es posible que la Historia del Arte del siglo XX haya dejado cierta penumbra sobre la evolución de las vanguardias en la Francia ocupada. Mientras que la escenificación de los grandes enfrentamientos artísticos entre estas, el fascismo ascendente y el comunismo militante alcanzó su apogeo durante la Guerra Civil Española, el desarrollo de los acontecimientos posteriores ha sido mucho menos estudiado.
Posiblemente sea 1937 el momento cumbre de este duelo, y París, su principal escaparate internacional. El enfrentamiento –a uno y otro lado de la Torre Eiffel– de los dos grandes pabellones nacionales soviético y alemán en la Exposición Universal (en el que también se presentaba humildemente el español de la República), era la mejor escenificación de aquel contexto.
La supremacía racial Mientras en la URSS se apostaba abiertamente por el realismo socialista, con el pabellón vagamente constructivista de
Boris Iofan, rematado por la soberbia escultura «El trabajador y la campesina» de Vera Mukhina, Alemania apostaba por el clasicismo imperial de
Speer, protegido por los colosos clasicistas de Arno Breker, y España se desgarraba implorando la ayuda internacional con la «Montserrat» de
Julio González y
el «Guernica de Picasso. Ese mismo año se presentaba en Múnich la exposición de «arte degenerado», en la que se condenaba a las vanguardias, a la vez que se inauguraba el Museo del Arte Alemán, que proclamaba el clasicismo como la forma general de la supremacía racial occidental.
Un acierto de la cita es la parte decicada a los que trabajaron n psiquiátricos y campos de exterminio Las peripecias del surrealismo al servicio de la revolución; los compromisos y las divergencias en relación al partido comunista y las diversas excomuniones promulgadas por André Breton han sido objeto de una reiterada exégesis. Sin embargo, la evolución posterior de los discursos del arte bajo la ocupación alemana apenas había sido hasta ahora objeto de atención especializada. Mientras que en España durante la Guerra Civil se organizó un frente de artistas e intelectuales antifascistas que produjo un arte militante como el de
Josep Renau o el de Alberto, en la Francia ocupada no hubo una resistencia artística organizada. Al no haber dos frentes, la situación fue diferente.
Por primera vez, esta muestra presta atención a algunos fenómenos curiosos de esta historia. Mientras que se ha estudiado bastante el arte oficial del nazismo, se sabía muy poco del de la Francia ocupada. Este se exhibió en 1942 en el Palais de Tokyo, donde, junto a escultores clasicistas como Charles Despiau o Paul Belmondo, aparecieron pintores vagamente vanguardistas como
Raoul Dufy o Kees Van Dongen.
Sobrevivir o escapar Presentar en este contexto de arte en guerra una reconstrucción de la exposición de los surrealistas de 1938, con la inquietante instalación de Duchamp de una oscura masa de pesados sacos de carbón, pendiendo amenazadoramente sobre la cabeza de los visitantes, adquiere tintes sombríos y resonancias políticas inusitadas para este autor. Pero lo cierto es que la mayor parte de los surrealistas se limitaron a escapar o a sobrevivir, cuando no fueron –como Hans Bellmer o
Max Ernst– internados en campos de concentración. «Ha llegado un momento –escribía Breton en 1942– en el que el surrealismo no puede ni mucho menos suscribir cuanto se hace en su nombre». En aquel tercer manifiesto, Breton terminaba proclamando amargamente: «No vale la pena hablar. Menos aún que luchemos los unos con los otros. Todavía vale menos la pena morir. Y si prescindimos de la primavera, menos aún vale la pena vivir».
Picasso, encerrado en su estudio, vigilado por la Gestapo, apenas contaba con materiales para trabajar Tal era también la amarga situación de Picasso, encerrado en su estudio de la calle des Grands Augustins, vigilado de cerca por la Gestapo y con apenas materiales para trabajar. En esta cita se reconstruye con algunos cuadros, esculturas y grandes fotos algo de la desolación de aquel espacio.
Tal vez uno de los mejores aciertos de la muestra sea la parte dedicada a los artistas que trabajaron en secreto en los psiquiátricos y campos de concentración. La obra de una autora poco conocida como
Charlotte Salomon constituye una sorpresa. Y obras secretas, como el cuadernito de dibujos de Mickey Mouse de Horst Rosenthal, tal vez serían merecedoras de una edición para el conocimiento del público.
«El arte en guerra. Francia 1938-1947. De Picasso a Dubbufet»
colectiva
Museo Guggenheim. Bilbao. Avenida de Abandoibarra, 2. Comisarias: Jacqueline Munck y L. Bertrand Dorléac. Patrocina: Fundación BBVA. Hasta el 8 de septiembre